El Sexenio Democrático y la Restauración

El derrocamiento de Isabel II no surgió ex nihilo. Cuando se produjo, en septiembre de 1868, los problemas económicos derivados del sector del ferrocarril, la mala gestión de las cuentas públicas, la crisis de subsistencias y otros problemas hacían la situación política insostenible. Pero dos años antes, en el cuartel de San Gil se levantaron los militares, y en la ciudad belga de Ostende, sus opositores (el general Serrano, unionistas, demócratas y progresitas) acordaron destronarla. Para su desgracia, los fallecimientos de Narváez y O'Donnell, claves en lo que representaba el andamiaje de su reinado, aceleraron su triste final. Se había creado un estado de opinión (que iba desde el pueblo a las élites políticas) que la señalaba cual principal responsable de todos los problemas de la nación. En este escenario, el alzamiento del almirante Topete en Cádiz fue secundado por la mayoría del país, y tras la batalla de Alcolea, en la que las tropas de Serrano derrotaron a las de Pavía (fieles a la todavía reina), Isabel II (la reina romántica que nunca amó a Francisco de Asís) partió al exilio y la casa de Borbón dejó el trono español. Lo que vino después fue un intento de hacer cosas nuevas. En 1869, quienes llevaron a cabo la 'Gloriosa' promulgaron un nuevo texto constitucional que avanzaba en las libertades y en el progreso. La religión católica dejaba de tener preeminencia, se implantaba por primera vez en España el sufragio universal (masculino) y secreto, se auspiciaba el derecho de asociación y la libertad de imprenta y el rey perdía su poder para traspasárselo a las Cortes (elegidas por primera vez mediante el sufragio universal, no censitario). Los principales inductores de la 'Septembrina', como también se la conoció, quisieron darse a sí mismos un monarca constitucional. Entre una terna de candidatos, el elegido fue Amadeo de Saboya, quien no satisfizo a nadie salvo a su principal valedor, Prim (a la sazón Presidente del Gobierno). Amadeo I, que llegó a España el mismo día en que Prim era asesinado, no escapó a los problemas semptiernos del siglo XIX español. La conflictividad social, la muerte de su principal valedor, el hecho de que ningún sector del país le quisiese (ni el pueblo, ni la burguesía, ni los curas) y las insurrecciones cubana y carlista le hicieron arrojar la toalla y dejó vacado su lugar. Pese a que quiso amalgamar a las distintas facciones políticas del momento (progresistas o demócratas) la inestabilidad política (tuvo tres jefes de Gobierno: Serrano, Ruiz Zorrilla y Sagasta) le hizo partir. Pero si Amadeo I vagó por un mundo caótico, la 1ª República que se proclamó en febrero de 1873 padeció un calvario incluso mayor. Porque unió a los problemas de Amadeo, el problema del cantonalismo feroz hijo del federalismo intransigente. La 1ª República tuvo hasta cuatro mandamases en aproximadamente un año, lo que ya habla a las claras de lo inestable del período. El primero fue Estanislao Figueres, que tuvo que empezar a lidiar con el federalismo nada unionista en la parte de Cataluña. Pero a quien estalló en la cara el federalismo más radical, simpatizante de la 1ª Internacional, fue a Pi y Margall. Pese a las buenas intenciones que tuvo este hombre, que pretendía avances en educación o el mundo laboral, las corrientes radicales que deseaban más rapidez en las reformas declararon cantones independientes ciudades como Loja, Málaga o Cartagena. Después asumió la presidencia de la República Nicolás Salmerón, quien se valió de los "militares monárquicos" para acabar con los levantamientos cantonalistas. Lo consiguió salvo en Cartagena (que resistió hasta enero de 1874), pero después chocaría con sus problemas de conciencia: Salmerón se negó a firmar las sentencias de muerte correspondientes y dimitió. Por último le tocó el turno a Castelar, que se dedicó a gobernar a golpe de decreto y sin escuchar al Parlamento. Esto provocó inseguridad y temor hasta en los propios republicanos más moderados. En este ambiente, Pavía y su caballo entraron en el Congreso y disolvieron las Cortes republicanas, con el beneplácito de muchos partidarios de la República. Se acababa una etapa que quiso modernizar España pero que se topó con los problemas seculares de la misma: la inestabildad política que impedía amalgamar a todos alredededor de un proyecto común. Serrano, que asumió la presidencia del gobierno otra vez, levantó, en la lucha contra los carlistas, el sitio de Bilbao. Optó por la represión de republicanos e internacionalistas. Pero la Restauración ya estaba en marcha: tuvo como principales argumentos el instinto político de Cánovas y las armas del general Martínez Campos (pronunciamiento de Sagunto). Los borbones regresaban al trono de España en la figura de Alfonso XII, hijo de la destronada Isabel II. El sistema político que se implantó a continuación, se basó en la alternacia pactada entre el partido conservador de Cánovas y el partido progresista de Sagasta. Nació una nueva constitución, la de 1876, que devolvía al rey la prerrogativa de arbitrar la vida política espoñola; la religión católica recuperó su preeminencia, volvió igualmente el sufragio censitario y se perdió el universal masculino. Este sistema no era democrático. El resultado de las elecciones era previamente cocinado por políticos y caciques. Incluso se recurría al pucherazo si era necesario para que la pactada alternancia se produjese. Es justo decir que, pese a que ambos partidos estuvieron regidos por la Constitución de 1876, los conservadores de Cánovas siempre optaron por el inmovilismo en comparación con los progresistas (quienes siempre intentaron profundizar, en la medida que pudieron, en medidas sociales que contrarrestaran el individualismo jurídico más conservador). El turnismo quedó sancionado aun cuando Alfonso XII, que falleció en 1885 (había llegado al poder prácticamente diez años antes y había puesto fin a la guerra carlista, gracias a la victoria de Primo de Rivera en Estella, y a la cubana, gracias a la Paz de Zanjón), ya no estaba en este mundo. Cánovas y Sagasta, mediante el Pacto del Pardo, estabilizaron políticamente el país y cuando María Cristina tuvo que asumir la regencia, 1885-1902, solo tuvo que continuar con lo anterior. Al turnismo le llegaron los problemas por la vía del obrerismo. Un sistema que solo permitía dos partidos (que dejaba fuera a los opinadores más a la derecha, los carlistas, aprovecho de soslayo para subrayar que muchos de ellos se habían insertado en el canovismo, a marxistas, o a nacionalistas vascos y catalanes) no podía tener discrepancias en el Parlamento. Pero las tuvo en la calle, y por desgracia, en forma de atentados que costaron la vida a muchas personas. La Mano Negra perpetró crímenes en Andalucía, que derivaron en una represión por parte del Gobierno a todo lo que oliera a marxismo o anarquismo. A esto siguieron nuevos atentados. Y a esto siguió el Proceso de Montjuic, que dio muerte a varios anarquistas. La respuesta del anarquismo fue letal: muerte del personaje central de la Restauración, Cánovas, a manos del anarquista italiano Angiolillo, en San Sebastián en 1897. En cuanto a las dos guerras de Cuba (1868-1878 y 1895-1898), cabe decir muchas cosas que estén relacionadas con la torpeza política de España. Pero lo cierto es que los norteamericanos deseaban, en un contexto de capitalismo expansivo (segunda revolución industrial) nuestros territorios no solo en las Antillas sino también en el Pacífico. Con el mesianismo de Céspedes, Martí, Gómez (en el caso cubano) o Rizal (en el filipino), quienes espolearon a sus pueblos, encontraron los americanos el molde adecuado a sus intenciones. El general Martínez Campos, tan hábil para poner fin a la primera guerra de Cuba, se vio impotente en la segunda. El quiero y no puedo del almirante Cervera (Cuba) y desastre naval en Cavite (Filipinas) fueron la crónica de una muerte anunciada. La Paz de París de 1898 dio a la nueva potencia emergente el control que hasta entonces nosotros ejercíamos sobre Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Tocaba regenerarse. Tocaba europeizarse. Tocaba, como dijera Costa, echar el candado al sepulcro de El Cid.

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