Postestructuralismo filosófico. Comentario de obra: "TIERRA SANTA", DE KADER ATTIA

Como dice Said en Orientalismo, valiéndose de esa quintaesencia del imperialismo que fue Rudyard Kipling, “limpiar un territorio” es lo mejor que hacen los hombres blancos en delicado concierto unos con otros, en aras de una categoría ontológica superior. El hombre blanco (el centro) se centró de manera inquebrantable en este quehacer desde 1492 hasta prácticamente la década de los sesenta del pasado siglo XX, fecha en que la periferia puso fin a la ruta del colonialismo, la ruta de ida. Empero, la ruta de la poscolonialidad y el colonialismo interno, en suma: la ruta de vuelta, precisa de una discursividad disímil gracias a la enunciación de una perspectiva subalterna que ponga en crisis la perspectiva hegemónica. Hay algo que hace tremendamente sugestiva la obra de Kader Attia, pues concita en sí lo que Walter D. Mignolo expone en Historias locales/diseños globales como un pensamiento fronterizo fuerte: conoce cómo sus padres sufrían y veían fracturadas sus historias y subjetividades durante la ocupación francesa de Argelia, algo que sufrió él como hijo de inmigrantes, como “Otro”, en la Francia que nació. A partir de ahí ha sido asistido en sus trabajos por la pulsión del nómada (ha vivido en El Congo, Mali, Alemania, Venezuela) que, como dice Bhabha en El lugar de la cultura, habita en el “más allá”: el espacio intermedio de un tiempo revisionista que anhela redescribir nuestra contemporaneidad cultural. La obra que nos ocupa en este trabajo es una instalación que el antedicho llevó a cabo en 2006 durante el I Bienal de Canarias. Centrémonos en la poética del trabajo que nos inspiró nuestras rutas de vuelta: 91 láminas de espejo en forma de lápida se despliegan de cara al mar a lo largo de la playa de El Cotillo (Fuerteventura); vistas desde los cayucos, los espejos brillan, pero cuanto más se acercan aquéllos a éstos la verdad se hace menos atractiva: el reflejo de la esperanza, el reflejo de la Tierra Santa (cuán irónico ha de ser un buen título y cuánto dice al mismo tiempo), se transforma en el reflejo de una realidad, cuando menos, hostil. Attia conexiona de forma magistral y descarnada con esta poética la tragedia y las fantasías de los desesperados (metaforizadas por los reflejos de los cristales). Los aspirantes a exilio se juegan la vida en busca de un Dorado que únicamente habita en su imaginación, un Dorado que las mafias han cincelado en su magín, el dorado de estos espejos avistados desde el mar. No cabe duda de que los ojos de Attia hacen aquí, en primera instancia, de recordatorio de la historia de la diáspora poscolonial, de una diáspora de invisibilidad. Las lápidas nos muestran a los muertos invisibles producto de la inmigración ilegal que proceden de las costas africanas y que tienen en las playas españolas uno de los primeros puntos de aterrizaje. Es ahora cuando la obra nos inspira los conceptos de poscolonialidad y colonialismo interno. Estamos ante las rutas de vuelta, y éstas no se comprenden sino a partir de lo que comportaron las de ida. Said pone en boca de un entusiasta del XIX las palabras que siguen: “Las sociedades geográficas se formaron para romper el encanto fatal que nos mantiene encadenados a nuestras costas”; el problema es que lo que presidió la ejecutoria de esa “liberación” fue la colonialidad del poder, que, en palabras de Mignolo, se trata de: “Aquel ámbito del poder que está atravesado (en el ámbito de la dominación, la explotación y el conflicto y en cualquiera de los cuatro dominios sociales en que éstos se entretejen (trabajo, género/sexualidad, autoridad, intersubjetividad) por la idea de raza, y la idea “raza” consiste, básicamente, en una clasificación y, por lo tanto, en una operación epistémica de los seres humanos en escala de inferior a superior”. ¿De aquellos polvos estos lodos? Sin duda. Henry Kissinger distinguía en el mundo contemporáneo (ya en el contexto de la descolonización que a él le tocó vivir como hombre pujante de la política exterior norteamericana) dos mitades: países desarrollados (Occidente) y países en vías de desarrollo (Asia, África y América Latina), concibiendo las diferencias entre las culturas como una realidad que primero crea un muro que las separa y después invita a Occidente a controlar, dominar y gobernar al Otro gracias a su conocimiento superior y poder de acomodación. La forma de acomodarse a las realidades poscoloniales por parte del capitalismo posfordista ha dado lugar a una reorganización posmoderna de la colonolidad (poscolonialidad) que provoca estas rutas de vuelta: el Norte global genéticamente pobre pero rico en patentes extrae los recursos en especies de un Sur que, por contra, es pobre en patentes. El Norte genera riqueza para la propiedad privada mientras el Sur lo hace para la “humanidad”. Lo que subyace en esta instalación de espejos de Attia es la manera en que el neoliberalismo global se enseñorea de las riquezas de los países subdesarrollados y no deja otra opción a los habitantes de dichas naciones que el exilio y los cayucos. En cuanto al colonialismo interno, así mismo, es indudable la responsabilidad que tuvieron las rutas de ida en las de vuelta. Y es que la forma en que se produjeron los procesos de descolonización dio pábulo a países donde la nueva administración se hizo cargo de etnias que nada tenían que ver unas con otras en el mejor de los casos, puesto que en el peor de ellos eran directamente enemigas. La discriminación de muchas etnias dentro del nuevo país, perseguidas por el gobierno de la etnia contraria en vil connivencia con el Capital occidental, promueve igualmente la ansia migratoria de los ciudadanos subsajarianos. En relación con el concepto de Arte político, celebramos el escrito de Mieke Bal Arte para lo político, pues a través de su mensaje mixturaremos dicho concepto con esta encomiable instalación. Nos interesa la representación. O, en este caso, la no representación. Con Attia estamos ante un artista poliédrico que introdujo mensajes de rebeldía al socaire de distintos medios: fotografía, escultura, etc. Por ende, la representación estuvo presente en sus trabajos, como en la serie Guele Casée, pero no en otros como Tierra Santa, Untitled o Petróleo y azúcar. Bal dice que toda obra de arte político que se precie está contra la representación, en tanto ésta nos resta espacio para pensar y reflexionar; el verdadero arte político ocurre cuando el artista nos revela solo de manera parcial y metafórica el mensaje que nos quiere transmitir; o sea, la representación construye miradas pasivas, distraídas, auráticas, miradas que ni despabilan al espectador ni diferencian entre la política (conjunto de prácticas a través de las cuales se crea un determinado orden) y lo político (dimensión de antagonismo constitutivo de las sociedades humanas). En Tierra Santa Attia despliega la estrategia significante de una imaginación antropomórfica en lugar de la representación. Gracias a sus espejos lo político puede frenar a la política, fabricar lo conflictivo para que el disenso tenga lugar. Aquí el disenso se fundamenta mediante el grito sordo de los invisibles, de las vidas que gritan a través de los invisibles, que escenifican las miserias a las que fueron llevadas por años de colonialismo (antes) y de civilización neoliberal (ahora); estas lápidas, coruscantes desde las aguas, enlazan con lo que Wallerstein entiende como “utopístico”: “La evaluación seria de las alternativas históricas, el ejercicio de nuestro juicio para ponderar alternativas racionales para el futuro (…) en otras palabras, la evaluación sobria, racional y realista de los sistemas sociohistóricos, las zonas abiertas a la creatividad humana con fines que no son los del lucro, la acumulación de objetos, la dominación a todo coste. Y sobre todo, las vías posibles de constante liberación y emancipación de las estructuras de explotación y dominación”. Pero si el buen Arte político nos hace reflexionar, Attia ya lo tenía claro en relación con esta instalación, pues declaró que este trabajo era una reflexión desde un puto de vista “político, filosófico y psicoanalítico”. Invitaba al espectador que contemplara Tierra Santa a “estar cinco minutos frente al espejo conscientemente”, “en diálogo consigo mismo”. No cabe duda de que ante esta instalación en una zona fronteriza nuestra imaginación produce una plétora de pensamientos y conceptos, tal cosa la hace tan sugerente. Las lápidas de cristal no tienen por qué significar exclusivamente la muerte física, sino también la civil. Sobrevivir a un naufragio no equivale en Tierra Santa (en Occidente) a sobrevivir civilmente. Haciendo una alegoría, recuerdo el argumento de Rancière (El viraje ético de estética y la política) que se centraba en la película de Lars von Trier Dogville: allí la comunidad abusa de una fugitiva (Grace, interpretada por Nicole Kidman) a cambio de proporcionarle una nueva oportunidad, y lo mismo sucederá a quienes sobrevivan a las rutas de vuelta, trabajando ilegalmente por sueldos míseros o, en caso de ser mujeres, siendo prostituidas por mafias y gentuza de la peor calaña. Comenta Rancière en la obra citada por mí anteriormente algo que nos interesa según las coordenadas donde su mueve Tierra Santa: “Los Derechos humanos habían sido el arma de los disidentes del Este, cuando oponían otro pueblo a aquel que el Estado pretendía encarnar. Estos derechos se convierten ahora en los derechos de las poblaciones víctimas de las nuevas guerras étnicas, de individuos expulsados de sus casas destruidas, de mujeres violadas o de hombres masacrados. Se convierten en los derechos especíEficos de todos aquellos que están incapacitados de ejercer sus derechos. En consecuencia, o bien estos derechos ya no son nada, o bien, se convierten en derechos absolutos; derechos absolutos de los sin derecho que exigen una respuesta, ella misma absoluta, por encima de cualquier norma jurídica formal. Pero, por supuesto, este derecho absoluto del sin derecho, solo puede ser ejercido por otro (este “otro”, apostillo al margen de Ranciére: hombre, blanco, occidental y de clase media, se escribe con minúscula)”. El problema, añado yo valiéndome de Rancière, para los sin derecho estriba en la supresión de la división que la palabra moral implicaba: la moral implicaba la separación de la ley y del hecho y, al mismo tiempo, la división de morales y derechos, esto es, la división entre las maneras de oponer el derecho al hecho. Entonces, el problema del subalterno que hace pie en tierra firme en su búsqueda de El Dorado no es sino el consenso. Según Bhabha, a propósito del aspecto psicoanalítico relacionado con idea de raza e identidad, en este espacio “entre-medio” el psicoanálisis proyecta el estereotipo sobre el grupo minoritario (aquí serían los inmigrantes), que porta todas las cualidades que todo individuo o comunidad más temen u odian de sí mismos. El resultado son premisas racistas y representaciones fijadas, a partir de las cuales el fetiche (Freud) normaliza la diferencia, la pureza racial, la superioridad cultural y una tranquilizadora sensación de poder y control que acarrea el fin de la ansiedad para el sujeto occidental. De cualquier manera, el estereotipo es ambivalente y por lo cual hace a cualquier Negro o Negra de zona fronteriza fruto de un deseo lujurioso en un momento concreto, para justo después regresar a la fijación estigmatizada, dada la problemática coyuntura que da sitio a la vez a la fijeza y a la fantasía. Siguiendo el análisis de esta instalación con el pensamiento de Bhabha, y más si cabe con espejos y el psicoanálisis de por medio, hemos de centrarnos en la figura de Lacan y en cómo el sujeto blanco, occidental y de clase media afronta lo Imaginario de una manera altamente alineante y confrontacional; porque los inmigrantes ahítos de miseria que llegan al espacio “entre-medio” amenazan “su plenitud”, la plenitud del estado formativo en el espejo que tiene lugar cuando es pequeño; ese espejo que visto desde los cayucos brilla en lontananza es ese mismo espejo que hace que dicha plenitud identitaria se vea amenazada por “la falta”. Y es que si de algo andan sobrados tanto el sujeto occidental en particular y Occidente en general es de narcisismo y agresividad. Foto: Pintarest. es

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