Análisis de la Historia de la Filosofía en el Siglo XX escrita por Christian Delacampagne: PENSAR AUSCHWITZ

Para Delacampagne no hay palabras para describir o pensar Auschwitz (si es verdad que aún es posible pensar después de Auschwitz), de “superar lo insuperable”. El autor se centra en la especificidad que tuvo la Shoah : la singularidad absoluta que a la vez revela la manera a la vez masiva y metódica, fría y racionalmente organizada, con que fue perseguida a partir de 1941 la exterminación de judíos (pero también de los gitanos); pero asimismo Delacampagne acentúa la legitimidad que las democracias occidentales dieron al Tercer Reich durante bastantes años (participación en los Juegos Olímpicos de 1936; la ambigua actitud de Churchill hacia la Alemania nazi; acuerdos cerrados entre el Vaticano y Hitler). Delacampagne cifra la Solución Final a fines de 1940 valiéndose de Hannah Arendt y Poliakov. Las primeras masacres organizadas de poblaciones judías son cometidas en junio de 1941 por los “grupos de intervención” al socaire de la invasión alemana de la URSS; y los primeros gaseamientos se producen en un camión (en Chelmno), el 8 de diciembre de 1941. La clave aquí radica en cómo lo tétrico se apoyó a la vez en tres pilares: el de la ciencia, el de la técnica y el de la burocracia, con el corolario de las fábricas de matar, los campos de exterminio. A partir de aquí, Delacampagne se esfuerza por establecer diferencias entre los campos de concentración nazis y los campos de deportación soviéticos, aduciendo que de estos últimos era posible salir con vida. Según Delacampagne, mientras Hitler asesinaba a judíos en sus campos, Stalin los reeducaba; o sea, que Delacampagne quiere dar al traste con las opiniones que sugieren la igualdad entre Hitler y Stalin en lo que al mal respecta. El nazismo y su exterminio fueron tan trágicos que según Delacampagne ni el cine pudo llegar a plasmar su horror en una mínima parte. Cuando el autor publicó el libro, únicamente Shoah de Claude Lanzmann (1985) había estado a la altura, si bien los filósofos no habrían estado más inspirados. Los hay como Gadamer que, aunque condenaron el antisemitismo, ejerció durante el Reich sus funciones académicas y en Verdad y método no alberga la tentativa de comprender cómo pudo el idealismo alemán llegar hasta la barbarie genocida. En Francia Delacampgne valora a Sartre y a su libro Reflexiones sobre la cuestión judía porque aborda el problema del antisemitismo, si bien le afea que no se apoye en documentación sólida y que no sepa reconocer en aquel momento la especificidad judía al ver al judío objeto creado por la mirada del otro. También valora (en parte) a Jankélévitch, quien decide en 1945 romper los lazos que le unían con la lengua y la cultura germánica (contribuyó a introducir a Francia a Hegel y Freud) y condenar tanto a los nazis como al pueblo alemán, algo que aparece en En el honor y la dignidad y ¿Perdonar?, pero no reprocha al escritor su noción de culpabilidad colectiva y su reducción del problema a una cuestión solo alemana. Donde Delacampagne no va a escatimar en el elogio sin fisuras es en la figura de Jaspers y en su obra La cuestión de la culpabilidad. El enfoque, según mi punto de vista, es apasionante. Para Jasper, el concepto de culpabilidad debe examinarse en cuatro sentidos: criminal, político, moral y metafísico. Desde el punto de vista criminal no son culpables sino los individuos que hayan cometido los actos criminales. Desde el punto de vista político, todos los ciudadanos de un estado cuyo gobierno haya llegado al poder vía elecciones democráticas (como se dio en el caso del gobierno hitleriano) son responsables de los actos cometidos por ese estado. Desde el punto de vista moral, cada testimonio de esa tragedia debe preguntarse si ha hecho siempre lo mejor que podía hacer bajo las penosas condiciones en que se ha encontrado. Y desde el punto de vista metafísico, finalmente, es decir, desde el punto de vista de la solidaridad universal , cada uno de nosotros está implicado en lo que ocurre, incluso si en apariencia no puede hacer nada, en otros lugares del planeta que se suponen que a él no atañen. De estas definiciones Jaspers extrae dos series de consecuencias: en primer lugar, hay que usar con mesura la noción de responsabilidad colectiva, pues no tiene ningún sentido desde el punto de vista jurídico, moral y metafísico. En cambio, sí que tiene un sentido desde el punto de vista político y por tanto los ciudadanos alemanes han de preguntarse cómo pudo abrirse paso y perdurar vía elecciones libres un gobierno como el hitleriano. Es apasionante la opinión de Jaspers sobre si el nazismo se trata de un accidente en la historia de Alemania, considerando a los nazis como el último avatar de nacionalismo germánico que, desde la Reforma al Tratado de Versalles, no ha cesado de exacerbarse mostrándose más agresivo al tiempo que la unidad política alemana era difícil de realizar. Auschwitz no debe ser un paréntesis en la historia de Alemania y, a este respecto, Jaspers se declaró decepcionado por el devenir de una RFA más preocupada por olvidar que por reflexionar. Una segunda serie de conclusiones concierne a las nociones de responsabilidad moral y metafísica. Éstas solo pueden tener un sentido individual, no colectivo. Pero la cuestión debe plantearse, por lo que respecta a la responsabilidad moral, a todos los alemanes que permanecieron en Alemania durante el Tercer Reich. Y por lo que respecta a la responsabilidad metafísica, a la humanidad en su conjunto. Subrayando este último punto, Jaspers tiene el mérito de situar finalmente el problema en su verdadero nivel. Hay que saber que las organizaciones judías que escaparon al control nazi en Suiza, Palestina y Estados Unidos informaron a los gobiernos del mundo libre la puesta en marcha de la solución final. Ningún plan de salvamento de los judíos se puso en marcha y hasta que el Ejército Rojo por fin ocupó Auschwitz lo que presidió la acción política de los Aliados fue la indiferencia respecto a lo que pasaba. Si Jaspers se interroga como moralista sobre los múltiples sentidos del Holocausto, Hannah Arendt intenta comprende su génesis a partir de la historia política y social de Europa en los siglos XIX y XX. Efectúa un excelente reportaje sobre el proceso de Eichmann (Eichmann en Jerusalen) que provoca vivas polémicas en la comunidad judía. Arendt se preocupa por despojar de toda aura romántica a la aventura nacionalsocialista, y subrayará con un justo título (“banalidad” del mal) la mediocridad de Eichmann a pesar de ser uno de los principales criminales de guerra nazi. La aportación más notable de Arendt a la teoría política continúa siendo el conjunto de reflexiones sobre la monstruosa evolución de ciertos Estados europeos en la primera mitad del siglo XX. Sucesivamente tituladas “Antisemitismo”, “Imperialismo” y “Totalitarismo”, las tres partes de los Orígenes del totalitarismo se esfuerzan en trazar de nuevo la historia de ese fenómeno remontándonos hasta la Revolución Francesa. Por lo que respecta al antisemitismo, lo interpreta como efecto de la decadencia del Estado-Nación a comienzos de nuestro siglo, pero también de la mutación del estatus de los mismos judíos (comprometidos desde 1800 en un proceso de creciente asimilación al resto de la sociedad). Delacampagne cree que en el asunto del antisemitismo no puede soslayarse del antijudaísmo secular de la tradición cristiana, por tanto, en parte discrepa en este punto de Arendt. La segunda parte del libro contiene asimismo páginas interesantes sobre la génesis de las ideologías imperialistas (“pangermanismo” en los países de lengua alemana, “paneslavismo” en Rusia) que a partir del siglo XIX han logrado minar el interior del Estado-nación europeo, y precipitarlo a su destrucción al lanzarlo a guerras expansionistas condenadas al fracaso. Para Delacampagne Arendt se precipita al subestimar el impacto del marxismo y al opinar que el bolchevismo debe más paneslavismo que cualquier otro movimiento ideológico. En cuanto a la estructura propia de los modernos Estados “totalitarios” (término que se pone de moda a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial) es la primera en describir con precisión sus principales características: preponderancia del partido sobre el Estado y de la fuerza del Derecho, complementariedad de los papeles llevados a cabo por el terror policial (en el interior) y la propaganda ideológica (en el exterior), pretensión ilusoria de borrar de un golpe toda diferencia entre las clases sociales. Además posee el mérito de situar un dato fundamental que los politólogos liberales no aceptan fácilmente: el hecho de que los regímenes totalitarios se benefician asiduamente del apoyo espontáneo de la población a la que oprimen sin que medien en tal cosa ni el lavado de cerebro ni absoluta ignorancia de la realidad. Para Delacampagne Arendt yerra en lo siguiente: preocupada por la elaboración de un modelo teórico, considera que éste no se ha realizado verdaderamente “en estado puro” sino en el caso del nazismo y del stalinismo; Delacapagne opina que esa visión es un poco formalista y le impide dar la importancia precisa el fascismo de Mussolini, Salazar y Franco. Delacapagne tampoco soslaya en esta ocasión que Arendt vuelve a errar, como otros, al comparar nazismo y stalinismo en tanto el segundo no fue responsable del Holocausto. En resumen, si bien Delacampagne valora la moralidad que encierran los juicios de Arendt, le reprocha que adolece de falta de rigor filosófico. Si Heidegger pretendió repensar el nihilismo en aras de una inmerecida reputación de opositor al nazismo, Leo Strauss rehúsa no obstante entregarse a un nihilismo antirracionalista si el proyecto racionalista de la Ilustración ha de repensarse. La razón debe salir del atolladero poniéndola al servicio de la democracia que sabría renunciar tanto a la ambición de salvar el mundo como a la ilusión de un progreso social indefinido. Propone redefinir un proyecto político a partir de una meditación sobre los grandes textos en los que éste ha surgido: los de Maquiavelo, Hobbes, Locke, Montesquieu, Rousseu, Kant, Platón y Aristóteles, pues para él los clásicos son superiores a los modernos; además, al contrario que Hannah Arendt, no separaba la filosofía de la Teoría Política. Crítico de la modernidad, hostil a las ciencias sociales, al marxismo y al hegelianismo de izquierda, Strauss contribuirá a partir de 1945 al renacimiento de la reflexión filosófico-política en el campo occidental.

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